domingo

- 19/V/2013 (II)



Cuando el calor estaba muy presente en la cal de las paredes y los días empezaban a hacerse largos en exceso, tomaba litros de gazpacho helado, el olor del vinagre y el ajo le impregnaban la camiseta hasta hacerse casi desagradables. Sorprendentemente, la mezcla con el humo de los cigarrillos negros, transportaba a alguna clase de lugar con robles y piñas tostadas.
   Una vez al mes tocaba visita a la longeva madre. Refunfuñando y bastante confuso, alguno era llevado a aquella casa que olía a otros tiempos, enterrados en visillos de ganchillo, palangana debajo de la cama y muebles de caoba. Él nunca iba. Siempre era ella la que hacía las veces de comprensiva nuera complaciente. En la distancia de los años, creo comprender que siempre llevaba a alguno esperando que los chiquillos le hicieran sentirse menos expuesta... estoy en la certeza de que nunca lo consiguió. La "abuela", su madre, siempre agradecía la visita de los niños con alguna moneda que ella pensaba con más valor del que realmente tenía. Pero daba igual, no solían caer monedas del cielo, y total, sólo por pasar una tarde mirando por el cierro de la ventana y haciendo como que estudiaban. No era mal rédito después de todo, por muy extraña que resultara aquella casa de vecinos que debió ser señorial en algún momento y que ahora se había convertido en "partiditos", habitados por la larguísima familia de hijos, nietos y bisnietos.
   Una de aquellas tardes, mientras ella hacía la visita mensual a la vetusta, llamó a alguno, no recuerdo cuál, y sentándolo en la cama le contó la historia del pueblo con cuencos en la puertas.




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