miércoles

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 Cuando aparecen delante cincuenta y dos, y ninguno más, empiezan a faltar dedos. Porque a parte de los veinte y otros diez que pudieran prestar, en caso de sumarísima necesidad, no quedan más. Uno se vuelve medio tarumba pensando y recontando; uno, dos, tres, diez, más otros cinco, más ... y no sale. No sale ni por un asomo la cuenta de cincuenta y dos. Por más que se haga por cuadrar y le dé uno una vuelta o quince a la aritmética o a la mismísima física cuántica. No sale.
  Abre uno entonces la nevera y otea, la cierra, porque no dan nada interesante ahora. Se llena el cacillo, enrosca la cafetera mirando por la ventana y cruza los dedos intentando abstraerse del absurdo de contar nada menos que cincuenta y dos. Pero no hay manera. Uno detrás de otro, desfilan sin dar una razón convincente de su presencia los cincuenta y dos. Se postulan. Sin hacer el mínimo esfuerzo por sentarse en otra habitación y dejar a uno tomar el puñetero café tranquilamente.
  Las vecinas tienden la ropa en el patio mientras los cincuenta y dos escrutan maleducados e insolentes, enfrían el café sin haberle dado un sorbo y le tiran a uno de las mangas. Se salpican por los hombros, abren la boca de uno y le tocan los dientes, se comen las plantas de la ventana sin seguir cuadrando. Uno, dos, siete, doce... No hay manera de llegar a cincuenta y dos.
  En un arrebato de valentía uno se pone el abrigo y busca en el bolsillo... y en vez de las llaves encuentra a cuatro o cinco que le mordisquean los dedos. Nada, abrigo de vuelta al perchero y cloruro de yodo en los dedos. No hay manera.

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