No se descolgaban ni las llaves ni el vaho de los cristales cuando se apagó la primera farola. Habían dedicado por enésima vez la misma canción en la radio y la misma tostada en la barra del bar de la esquina. Crujieron la rodilla derecha, el freno de mano y la gorra del barrendero al unísono.
La chica todavía dormía en el asiento de atrás, el teléfono seguía sin batería y las llaves puestas. No asomaban agallas pero sí las cejas por encima de la ventanilla, aguantando el pulso para encender el cigarrillo y conjurar una salida limpia.
Ahora respirar hondo, subir la ventanilla y cruzar los dedos con la esperanza de evitar el descalabro. Escabullirse hasta el bar, cognac rápido, subir las escaleras descoloridas, cerrar la puerta tras de sí y preparar una taza de café mientras la ventana promete que esta tarde no van a estar, ni la chica, ni el coche.
Pero no, los arrestos enganchados en las llaves, la puerta de chapa de la farmacia a medio abrir, va a empezar a llover otra vez y el vaho sigue agarrado, ahora apostando por quedarse.
Se enfrían el motor y las manos. ¿De dónde diablos ha salido?
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